viernes, 21 de febrero de 2014

LAS MUJERES Y LAS CARTERAS

Las carteras femeninas son comparables con la perplejidad de una mirada; por defecto, no las fabrican con suficiente espacio para contener  a una mujer entera.



jueves, 20 de febrero de 2014

SOBRE GATOS Y MUEBLES

Mi gata Mara, pasa las tardes enteras en espera de mi regreso. Las únicas veces que la escucho maullar, cuando suenan mis llaves, cuando abro la puerta, un gemido suave arrancado de la nostalgia. Nadie sabe qué es de su vida durante las ocho horas de soledad absoluta a la que está confinada, excepto los domingos, sufre la ausencia de mis pensamientos. Yo pienso en libros todo el día, y en ocasiones ojeo uno sobre gatos, y no la traigo a mi recuerdo, en lo absoluto, pienso instintivamente en el juego de muebles que compré hace un tiempo, y cuando regreso a casa, los presentimientos no fallan, o quizá la simple intuición de un compañero de gato: los encuentro todos rasgados.




miércoles, 29 de enero de 2014

EL ÚLTIMO VERANO

Se enteró que el otoño estaba cerca cuando comenzaron a caer sus dientes, su pelo. Su semblante y el color de la mirada ya no eran lo mismo. Notó, cómo su piel se fue quedando sin hojas. 



jueves, 23 de enero de 2014

BÚFALO BILL



Peyote
Los libros en la mesa, la mesa sobre una nube, la nube en los ojos de la bestia, la bestia en la jaula, y la jaula, enjaulada en el libro. Un vago pensamiento voló con los pájaros de la memoria, se escaparon entre la madera el peyote puntiagudo y las patas de león. La pezuña de sangre soltó un gemido de pez, que apenas pudo destruir el país de cristal sobre el libro de silla verde donde estaba sentada Marce. Un escalofrío tenebroso explotó a hurtadillas, cuando en sus pies crecieron enredadas ramificaciones de gusanos, enseguida saltó, y la cabeza de ladrillo que la mesa sostenía por coincidencia de los destinos, se pegó en la pared instantáneamente.

Marce, leía que su espíritu de hiena regresaría pronto a su hígado, porque el instinto llama, porque las mariposas de fuego siempre emigran a las entrañas con la primavera, porque ella bien lo sabía: sus palpitaciones eran prisioneras de un eterno retorno, transitorio, fragmentado, silencioso, surcado  por un suspiro nasal, de esos que ella paría cada que las ganas la incitaban a hacer equilibrio sobre alguna vocal, su preferida era la “o”, era tan abierta como ella, tan redonda como sus nalgas, algo así como un trozo de aire rojo, un perfume lacrimógeno que incitaba a Búfalo Bill a clavar sus ojos  hasta el tuétano de sus huesos.

De la mano de los dioses
Ella cabalgaba lúbrica sobre el volcán de su caballo. Medio vestida, con las riendas amarradas con fuerza entre los dedos de la cama, sabía que  aquel libro de cuatro válvulas y cabeza de potrillo asfixiaba su rostro, la partía en dos con su ir y venir, sentía como él la tomaba en sus manos y la entregaba al salvaje amigo del diablo. Intuía que más allá de la alucinación la esperaba el paraíso perdido de Milton, un viaje silencioso hacia una página muda en compañía de Petrarca.

Las margaritas de sus senos se marchitaron con el asfixiante bochorno de su cuerpo, el libro entreabierto  flotaba en la nostalgia de sus piernas, el mezcal emanaba de los pezones de Marce, los recuerdos dejaban sin fondo su copa, el amor a la 1, a las 2 y a las… No lo anunció otra vez, todos los presentes estuvieron de acuerdo, es decir, la soledad adherida a su piel, sólo estaba ella en su espejismo, tendida en una mesa a la intemperie de sus fantasmas, balanceándose, gimiendo; creía caminar descalza bajo el sol en espera de la noche. Una voz le susurraba en la lengua: Escucha el temblor, bum, bum, es el vértigo, bum, bum, galopando en tu sangre, bum, bum,  lánzate al abismo, fuma una buena descarga de mariachi-jazz, bum bum, en la frontera, agarra al búfalo por los cuernos, en la frontera  bum, bum, sigue así, bum, bum, ya vas a llegar, vas a traspasar tu llanto, bum, bum, eres los escombros de un amante ausente, bum, bum.

La asunción de la Guadalupe
De repente, la madera se diluyó en gotas de sudor bajo las patas de la mesa, la piel de Marce hervía, el libro estaba manchado por su ardor como un júbilo en invierno, sus entrañas habían sido atravesadas por sus dedos, enseguida cubrió el techo con arena y todo trastabilló;  recordó a su médico personal y su recomendación en caso de despecho agudo: evitar desmayarse de pie, más conveniente hacerlo en cuatro patas porque sencillamente no existían camillas para seres antigregarios como ella, que padece de un extraño cuadro de morbo vertical, que en caso contrario era preferible llamar a un veterinario experto en equinas húmedas y en equinoccios.

Pero a Marce no le importó, su cuerpo se estremecía, fallecía, se yuxtaponía una y otra vez al alcance de su anular, de su meñique, de su pulgar; ella tomaba la ponzoña de sus nostalgias lunares, pensaba en el viejo amante de sus historias privadas; un coyote del desierto, tan extenso como el desierto de Chiguagua, tan alucinógeno como las drogas que se traficaban allí. No quiso despertar, prefirió entregarse al despilfarro del instante, a sus caricias abandonadas, despreciadas por un hombre con pelaje, un animal sin ternura, ella sabía que había bebido un laxante mortífero de su recuerdo, de los instantes abatidos por la santa muerte, que a cambio le había regalado un espasmo glorioso autenticado por el más amargo de sus deseos.

Una vez tocaba las nubes, se dejó caer en la mañana, y la asunción de un nuevo día la encontró fornicando sobre la fotografía de su cazador, Búfalo Bill. Abrió sus parpados, inhaló la hierba del escorpión una vez más, y se dedicó el resto de la tarde a hojear las páginas de su vida, a encajar las fichas de su rompe-corazón.